lunes, 12 de marzo de 2012

¿Civilizar el mundo de los negocios?



Extractos de ¿Civilizar el mundo de los negocios? publicado en enero de 1930. Del libro Los peligros de la obediencia. Editorial Sequitur, 2011.

“El respeto universal por el dinero –escribe Bernard Shaw- es el único dato esperanzador de nuestra civilización; el pilar más sólido de nuestra conciencia social”. Nada describe mejor la esencia del espíritu occidental que las diversas formas que adopta el afán de poder económico.
Antes del siglo XIX, casi ninguna época histórica tiene su epítome en la figura del empresario. Sin duda, el hombre de negocios venía existiendo desde antiguo, pero su presencia permanecía anónima: el carácter, los anhelos, las instituciones no se conformaban a aquello que él tenía por necesario o deseable. Las cosas han cambiado: el hombre de negocios abandonó los bastidores para ocupar el centro del escenario; nuestras vidas están subyugadas al ámbito de su actividad.
De China hasta el Perú, el hombre de negocio ha impuesto su fe: ha convencido a naciones enteras de que el esfuerzo económico es bueno en sí mismo, y que cuanto más intenso sea tanto más saldrá ganando la sociedad, sin importar el fin que persiga ni el modo de perseguirlo. Habiendo hecho pecado de la pobreza, ha convertido la riqueza en virtud, y el esfuerzo por conquistarla, en un servicio debido al Estado. Así, el hombre de negocios ha podido sostener que todo cuanto obstaculiza el camino hacia la riqueza, es decir, toda limitación del derecho de propiedad, perjudica el bienestar social.
Pero si una gran lección hemos podido sacar desde la revolución industrial concedió al hombre de negocios una supremacía sin par, es que el afán de lucro es incapaz de construir una sociedad bien ordenada.
Debemos civilizar el mundo de los negocios. Por civilización entiendo una estructura social en la que los hombres disponen de tiempo libre que puedan dedicar a fines nobles. Una sociedad cuyo carácter esté definido por el afán de lucro es una sociedad que ha olvidado el sentido de la civilización. Esta condición consiste en someter los principios de la organización industrial a unos fines morales. Es decir, que quienes trabajan en el mundo de los negocios no deben preocuparse sólo por el lucro personal, sino que deben considerarse al servicio de una función cuyo propósito consiste en liberar a la sociedad del conflicto con la naturaleza. Pero estar al servicio de una función significa dejar de ser un amo.
Tampoco resulta fácil defender un orden social en el que todo el control de las empresas queda en manos privadas, unas manos que no han de rendir cuentas a nadie. Muchas de las decisiones del empresario afectan a las vidas de sus empleados y, sin embargo, permitimos que tengan un carácter absolutamente autocrático. El resultado es sabido: adulteración de precios, sociedades corporativas fraudulentas, nombramientos de directivos que nada saben de dirección de empresas, nepotismo desbocado, hipertrofiadas campañas de publicidad y ventas que el consumidor acaba pagando, sobreproducción sistemática y consiguientes crisis comerciales, un ejército permanente de desempleados generados por el desajuste entre oferta y demanda, expansión de monopolios, derroche de recursos naturales: estos son sólo algunos de los defectos más evidentes del sistema, y todos ellos derivan de hacer de los criterios del mundo de los negocios la pauta que se impone a la sociedad.
Todo esto es la consecuencia inevitable de una sociedad que subordina toda actividad a la creación de riqueza y que, por ello, valora al ser humano en función de la propiedad que le acompaña.
El sistema actual es condenable desde casi cualquier punto de vista. Es psicológicamente inadecuado porque, para la mayoría, al apelar ante todo al motivo del miedo, inhibe el ejercicio de aquellas cualidades que configuran una vida plena. Es moralmente inadecuado, porque confiere derechos a quien nada ha hecho para ganárselos; y cuando los derechos sí están ligados al esfuerzo, éste no tiene una relevancia proporcionada a su valor social. El sistema actual permite a una parte de la comunidad ser parasitaria del resto; y priva a la mayoría de la oportunidad de vivir bien y cómodamente. También es económicamente inadecuado porque fracasa a la hora de distribuir la riqueza que crea como de proporcionar, a aquellos que dependen de sus procesos, condiciones para vivir dignamente.
No es casualidad que todos los pensadores modernos con alguna dote profética –Emerson o Carlyle, Thoreau o Ruskin, Marx o Tolstoi-, se hayan visto impelidos por su conciencia a pedir la transvaloración de nuestros valores para poder preservar el regalo de la civilización.

No hay comentarios:

Publicar un comentario