jueves, 5 de enero de 2012

Una crisis sin fondo

Michel Husson, agosto de 2011

Traducción: VIENTO SUR


Los límites del modelo EE UU

Toda la lógica del modelo EEUU se resume en el siguiente gráfico, que permite comprender por qué este modelo acaba de tropezar con sus límites. El gráfico compara dos curvas. La primera es la tasa de ahorro de las economías domésticas (en porcentaje de su renta disponible): ha bajado en forma tendencial desde comienzos de los años 1980 hasta el estallido de la crisis. Esto quiere decir que, durante todo un período (un cuarto de siglo), las economías domésticas (en términos medios) han consumido una parte creciente de su renta.




Una evolución tan simultánea no tiene equivalente fuera de los Estados Unidos. Encubre dos mecanismos que las distintas categorías sociales utilizan en proporciones diferentes. El primero es el efecto riqueza: como mi patrimonio financiero o inmobiliario se revaloriza, tengo menos necesidad de ahorrar, y puedo consumir por tanto una mayor proporción de mi renta. El segundo es el sobreendeudamiento: mi renta se estanca, pero me endeudo para poder seguir consumiendo. Este fenómeno ha contribuido de manera importante al crecimiento del PIB, empujado por este aumento de consumo. Pero este modelo no lo habría podido adaptar cualquier país. Conduce en efecto a una degradación del saldo comercial, reflejado en la segunda curva.


Empujada por el consumo doméstico, la demanda interior tiende a aumentar más rápidamente que la producción nacional, y la diferencia se cubre por medio de un aumento de importaciones que ahonda el déficit comercial. Este modelo sólo puede funcionar en la medida en que la financiación de este déficit se imponga al resto del mundo. Por eso las dos curvas del gráfico (tasa de ahorro y saldo comercial) están en fase durante todo el período 1980-2006. Esta correlación no es fruto del azar, sino que es resultado de una igualdad contable fundamental, que podría denominarse la “regla de equilibrio de los saldos”:

Ahorro privado+Saldo presupuestario=Saldo comercial

El ahorro privado es la suma del ahorro de las empresas y de las economías domésticas. El primero es por lo general negativo (las empresas se endeudan) y el segundo positivo (globalmente las economías domésticas ahorran más de lo que se endeudan), pero la suma de ambos puede ser positiva o negativa. En cuanto al saldo presupuestario, por lo general es deficitario. La ecuación expresa el hecho de que el saldo comercial es igual a la suma del ahorro privado y del saldo presupuestario. Si es negativo, significa que entradas de capitales asegurarán el equilibrio de la balanza de pagos. Dicho de otra manera, el ahorro del resto del mundo viene a cubrir la necesidad de ahorro del país citado. En caso de excedente comercial, ocurre lo contrario: el país (Estado+economías domésticas+empresas) dispone de un ahorro sobrante que puede exportar en forma de salidas de capitales, contrapartida de su excedente comercial.

El descenso de la tasa de ahorro doméstico en los Estados Unidos va acompañado por tanto de un aumento del saldo comercial. Los otros elementos a considerar (endeudamiento de las empresas y déficit presupuestario) juegan un papel relativamente secundario. Durante la década 1990, se puede ver cómo la tasa de ahorro de las economías domésticas continúa su descenso, pero el déficit comercial tiende a estabilizarse. La razón es sencilla: en este período, el saldo presupuestario mejoró considerablemente. Pasó de un déficit de –5% del PIB en 1992 a un excedente de 2,6% en 2000, antes de hundirse de nuevo con el estallido de la burbuja Internet, los regalos fiscales de Bush y los gastos militares. Con la crisis y los planes de relanzamiento, se hunde en el abismo, porque el déficit presupuestario es hoy día del orden de un 10% del PIB.

La relación contable utilizada es verificable siempre, aunque no dice nada sobre las modalidades de su realización. No hay un factor al que los otros se ajusten: cada uno retroactúa sobre los demás. Pero lo más importante es que el ajuste no es compatible con cualquier tasa de crecimiento. En el caso de los Estados Unidos, la realización de este equilibrio sólo puede hacerse a una tasa de crecimiento inferior a su nivel anterior a la crisis. Se puede sin embargo señalar (siguiendo el gráfico) el inicio de un círculo virtuoso en el período reciente. Tras la entrada en crisis, la tasa de ahorro de las economías domésticas dejó de bajar; incluso ganó 4 puntos del PIB. El efecto sobre el saldo comercial fue inmediato y prácticamente del mismo orden. A primera vista parece una buena cosa, porque implica un menor recurso de la economía de los Estados Unidos a los capitales extranjeros. Pero la contradicción es la siguiente: dado que el descenso de la tasa de ahorro ha sido uno de los motores del crecimiento en los Estados Unidos, el hecho de que aumente significa que ya no se puede contar con este impulso. Hay que tener en cuenta además la profundización del déficit presupuestario. Su amplitud (alrededor del 10% del PIB) no tiene equivalente en el último medio siglo, y no es por tanto de extrañar que la política presupuestaria sea hoy día el principal escollo político entre demócratas y republicanos. Se cae aquí en una nueva contradicción: la necesidad de ahorro, ya provenga del sector privado o del déficit público, cada vez tendrá más dificultades para ser cubierta por entradas de capitales.

El punto de equilibrio se encuentra en un nivel de crecimiento reducido, con su lote de problemas políticos y sociales ligados sobre todo a la consolidación de la tasa de desempleo en un nivel histórico, descendiendo muy lentamente. E incluso ha vuelto a aumentar, pasando del 8,8% en marzo al 9,2% en junio. Si tenemos en cuenta a los demandantes de empleo desanimados y a las y los asalariados a tiempo parcial en busca de un empleo a tiempo completo, el paro afecta hoy a un trabajador de cada seis.

Sólo hay dos vías que permiten aflojar este sistema de tensiones. La primera consistiría en favorecer el crecimiento de las exportaciones de EEUU, lo que permitiría obtener un suplemento de crecimiento sin ahondar el déficit comercial. Este objetivo podría ser alcanzado por medio de un esfuerzo de inversión y de innovación, pero en la coyuntura actual la inversión es poco dinámica y  las empresas transnacionales, de hacer algo, privilegian la inversión en el extranjero. Sólo quedaría la baja continua del dólar para hacer más competitivos a los productos de EE UU. Pero esta tendencia amenaza con alcanzar su límite y suscitar dudas sobre el curso del dólar, conduciendo a una escasez de la financiación exterior necesaria para cubrir los déficits. Esta vía está llena por tanto de incertidumbres fundamentales.

Otra solución podría pasar por un cambio sustancial en el reparto de las rentas. Desde comienzos de los años 1980, la renta adicional aportada por el crecimiento ha sido captada por una fracción muy reducida de la población. Así, entre 1982 y 2007, la renta media ha aumentado en 18.900 dólares. ¡Pero el 10% de los más ricos ha acaparado el 81% de este suplemento de renta! (Fuente: When income grows, who gains? State of Working America). Un menor crecimiento podría resultar admisible si estuviera mejor repartido, haciendo que el salario evolucione con la productividad del trabajo. En lo inmediato, una reforma fiscal radical permitiría reducir el déficit haciendo contribuir más a los beneficiarios de este cuarto de siglo de desigualdades. Pero la relación de fuerzas sociales, está claro, no es suficiente para imponer esta solución.

En estas condiciones, lo probable es que los Estados Unidos intenten imponer al resto del mundo la continuación de su prosperidad. Aunque parece una tarea imposible, que puede tropezar con la ralentización de los capitales dispuestos a financiar el déficit exterior de los Estados Unidos. China y una buena parte de los países emergentes van a ver además cómo se reducen sus excedentes, a medida que sus economías vayan recentrándose en su mercado interior y se intensifiquen los intercambios que mantienen entre ellos.


La crisis de la gestión burguesa en Europa


La naturaleza sistémica de la crisis se combina en Europa con las contradicciones específicas de una construcción truncada. Se puede hablar de un efecto boomerang del modo neoliberal de construcción de Europa y de la elección de la moneda única. Se concebía ésta como un instrumento de disciplina salarial: ante la imposibilidad de utilizar el tipo de cambio, el salario se convertía en la única variable de ajuste para permitir la cohabitación de diversas economías nacionales en una misma zona monetaria. Pero este sistema no era coherente e incluía dos vías de escape. Decir moneda única equivale a decir convergencia nominal de los tipos de interés, en este caso hacia abajo. El efecto perverso fue entonces el siguiente: un país que controla mal sus precios se beneficia de un tipo de interés real aún más débil, y esto favorece el desarrollo de un crecimiento basado en el endeudamiento. Además, la moneda única por definición elimina el efecto retorno de un déficit comercial sobre la economía de un país. España se benefició de estos dos efectos y registró un fuerte crecimiento, que llevó a una espectacular reducción del paro. Pero ese crecimiento se basaba en un boom inmobiliario y en un déficit comercial impresionante.

Todo esto podía funcionar mal que bien, pero llegó la crisis para mostrar de forma brutal las incoherencias del modelo neoliberal europeo. Más allá del bricolaje del día a día, Europa está en una encrucijada de caminos: o dar un paso adelante hacia un federalismo que permita en lo inmediato mutualizar las deudas, o el estallido de la zona euro. Como las burguesías europeas no están dispuestas a asumir ni una salida ni la otra, el resultado es una crisis muy profunda, tanto más porque no se puede hablar ciertamente de una burguesía europea unificada, ya que no existe ni capital europeo ni Estado europeo.

Para simplificar, hay que distinguir cuatro “actores”: los grandes grupos transnacionales, los bancos, las finanzas y los representantes gubernamentales de las clases dominantes. En toda una serie de cuestiones, por supuesto, hay un acuerdo profundo, cuando trata de los intereses esenciales de clase: en la coyuntura actual, la perspectiva común consiste en dar vuelta a la situación aprovechándose de la crisis para aplicar una terapia de choque. La crisis es la ocasión para ir más lejos todavía en la regresión social: reducción de gastos públicos, congelación de salarios, contrarreforma de las pensiones, etc. Pero esta comunidad de intereses no evita que esté sometida a contradicciones internas, que la crisis acentúa. Estas contradicciones pueden ser analizadas siguiendo dos ejes que oponen, por una parte, a los Estados y los capitales, y por otra, al sector financiero con las demás fracciones del capitalismo. Desde el punto de vista de las clases dominantes, la situación actual está caracterizada por una incapacidad creciente para gestionar estas contradicciones.

La crisis de las deudas soberanas es característica de la primera contradicción. El capital en general ya no se preocupa de la coyuntura en tal o cual país, porque su preocupación dominante está en su rentabilidad y sus cuotas de mercado. Ahora bien, ni los mercados ni las cadenas de producción vinculan a los grupos transnacionales con un territorio particular, aunque si tienen dificultades se vuelven hacia su Estado de referencia. En el capitalismo mundializado, el papel del Estado se reduce cada vez más a asegurar las condiciones generales de la rentabilidad.

La segunda contradicción opone al sector financiero, los bancos y los Estados. Se expresa hoy día con una fuerza particular, porque el sector financiero especula contra las deudas soberanas y de rebote amenaza a los bancos con la quiebra, ya que éstos poseen una gran parte de estas deudas. Los contornos de estos tres actores (bancos, finanzas, Estados) son imprecisos y sobre todo muy opacos. Estos conflictos de intereses están en el origen de una situación extremadamente  inestable. Los debates en el seno de las burguesías europeas expresan esta crisis profunda de la “gobernabilidad” burguesa, que proviene del temor, o del pánico, ante las posibles repercusiones de una suspensión de pagos de la deuda griega.

Los gobiernos navegan entre estos dos objetivos: hacer pagar la factura de la crisis a sus pueblos, pero también impedir la quiebra de sus bancos. Se incurre en un doble riesgo. La inevitable suspensión de la deuda griega amenaza a los bancos con pérdidas que además les cuesta valorar. Una buena parte de los economistas de la banca trabajan internamente en stress tests más realistas que las simulaciones oficiales que sólo sirven para entretener a la galería. Los resultados son tan inquietantes que algunos bancos han preferido anticipar el choque aceptando una reestructuración dirigida de la deuda griega, hasta el próximo vencimiento.

Pero otro punto de vista, defendido por el BCE, rechaza por completo esta perspectiva. Su temor es la extensión a otros países más débiles, con riesgos muy superiores a la deuda griega. La posición dogmática está destinada a ganar tiempo, para “tranquilizar a los mercados  financieros”, esperando que la situación en los países con dificultades pueda mejorar.

Una cosa es segura: nadie cree ni siquiera por un momento en la posibilidad de que Grecia pueda pagar su deuda. Lo subraya el editorialista de Bloomberg: “Aunque Grecia obtuviera un nuevo plan de salvamento y su economía volviera a recuperarse, el gobierno debería obtener un excedente primario –sin contar el servicio de la deuda– del 5% del PIB durante al menos  tres décadas para poder restablecer el nivel de la deuda al máximo del 60% del PIB autorizado por las reglas de la zona euro. Esta proeza fiscal sería muy rara, incluso durante cinco años, y aún más en el caso de Grecia”. El último plan de salvamento apenas ha modificado esta constatación.

La realidad actual es que cualquier salida progresista a la crisis supondría un enfrentamiento directo con la lógica del capital, y por tanto un nivel muy elevado de conflictividad. Los ejemplos que se acaban de citar muestran en el fondo que sin ir más allá de un umbral mínimo de radicalidad que se niegan a franquear, los programas socialdemócratas apenas se distinguen en forma muy marginal de la lógica neoliberal.

Un horizonte atascado


Cualquier recesión crea tensiones y contradicciones que se manifiestan en la orientación de la política económica dirigida a reanudar el crecimiento. Esto es particularmente cierto en el caso de la reciente “gran recesión”, que es también el síntoma de una crisis sistémica: el capitalismo ya no puede funcionar como antes. El retorno al business as usual [lo mismo de siempre] o al capitalismo regulado de los “treinta gloriosos” (1945-1975) es imposible. El período abierto por la crisis se caracteriza por profundas incertidumbres. En su proyecto para salir de ella a su manera, el capitalismo se enfrenta a los siguientes obstáculos:

1.    Dilema del reparto: el restablecimiento del beneficio se opone a la recuperación del crecimiento y tiende a reproducir un reparto desigual de las riquezas, que es una de las causas profundas de la crisis.
2.    Dilema presupuestario: la reabsorción de los déficits públicos implica una reducción de los gastos públicos que, además de sus efectos sociales, agrava las tendencias recesionistas. “La austeridad presupuestaria amenaza con desacelerar más la recuperación”, indica un reciente informe de la ONU.
3.    Dilema europeo: el triple rechazo –a compartir las deudas públicas, a exigir una contribución real a los bancos, y a meter en cintura al sector financiero– no permite excluir un estallido de la zona euro, seguido de suspensiones de pagos en cadenas.
4.    Dilema de la mundialización: la reabsorción de los desequilibrios sólo puede hacerse al precio de una ralentización del crecimiento mundial. El citado informa de la ONU señala que “la recuperación mundial ha sido frenada por las economías desarrolladas” y subraya el riesgo de un “reequilibrado no coordinado de la economía mundial”.

Estos cuatro dilemas están estrechamente imbricados. Muestran una “regulación caótica” del capitalismo, incapaz de esbozar en forma duradera una trayectoria de salida de la crisis compatible con intereses profundamente contradictorios.

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